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IreneSaez

Historias de María - continuación 5

El pueblo era muy pequeño. No había más de cincuenta casas, pero tenía su ayuntamiento, con el alcalde, secretario, juez de paz, concejales y alguacil. Llegaba el barbero una vez a la semana a afeitar y cortar el pelo a los hombres. Por entonces no existian las maquinillas eléctricas y el afeitado se hacía a navaja cada semana en la casa de un vecino. Para este menester usaban un sillón especial que se trasladaba de una casa a otra. Las mujeres iban a las peluquerias de otros pueblos más grandes. También llegaba de vez en cuando el ’cacharrero’ que vendía platos, cazuelas, cubiertos y otros utensilios de cocina y para la casa. El zapatero llegaba a buscar los zapatos para arreglar y luego los devolvia ya arreglados. Y una o dos veces al año llegaban el capador de cerdos, el afilador, los esquiladores de mulos y otros que arreglaban pequeños cacharros y otros aperos de labranza. A pesar de que había pocos vecinos, tenían buena venta y marchaban contentos.

La pareja de la guardia civil solía llegar una vez al mes. María había oido decir a su madre, que se llevaban a las personas malas. La verdad es que nunca se llevaron a nadie del pueblo, pero a María le daban un poco de miedo. Una vez le preguntaron si quería ir con ellos, ella comenzó a llorar y le dijeron: <No te preocupes bonita, que no queremos alhajas con dientes>. Ella no sabía lo que aquello significaba, pero su madre se echó a reir. Y aunque era una niña buena... ¡nunca se sabía! Por eso cuando les veía procuraba mantenerse cerca de su casa.

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